“1955”
Parte: II
El Evangelio llegó a mi vida durante el primer trimestre de 1974 y a mediados del mismo año Dios me presentaría la oportunidad de emigrar a la República Argentina, no sin antes recibir de mi madre unas palabras con la cuales ella me declaraba textualmente un “traidor a la familia” y un “ingrato” hacia la inversión que mi padre había hecho conmigo y a sus planes para mi persona en el campo de la jurisprudencia y la política.
A pesar de que papá retiró su apoyo económico de mi persona (aunque el día de mi partida me regaló un billete de $50 pesos); él puso muy en claro que lo hacía no por el cambio “rápido e inexplicable” que había ocurrido en mi corazón, sino porque yo había decidido “hacer mi propia vida” para lo cual él me deseaba lo mejor.
En los años que estuve residiendo en Argentina, se aparecía sorpresivamente a visitarme para estar unos días conmigo; la mayoría de éstas veces sin el conocimiento de mi madre. Fue en una de estas visitas inesperadas que por primera vez escuché de sus labios la razón por la cual mi madre me había rechazado emocionalmente y optó por el abuso extremadamente físico en contra de mi persona.
Mi mamá tuvo una hija de su primer matrimonio. Isabel a quien llamábamos Pelusa, era unos doce años mayor que yo. En realidad yo no tuve conocimiento del asunto hasta que tenía unos 15 años, y tampoco me afectó la noticia porque siempre había escuchado a mi hermana llamar a mi padre “papá” de la misma manera que yo lo hacía. Se me explicó que mi mamá había quedado viuda cuando mi hermana era todavía muy pequeña; así que mi papá era también su papá en todos los aspectos, aunque ella nunca adoptó el apellido Perelli.
Pero se hizo obvio, que mi llegada al núcleo de la familia y el enfoque prioritario que tendría mi papá hacia su primogénito, alteró el estado mental de mi madre y aún siendo yo el fruto de su vientre, su corazón fue invadido por la cizaña de que Isabel sería despreciada, algo que nunca ocurrió; y que pude verificar indubitablemente por conversaciones que en el paso de los años Dios me dio la bendición de tener cara a cara y de corazón a corazón con mi amada hermana.
Recuerdo que en una de ésas ocasiones, Pelusa me compartió: “Papá me ofreció las mismas oportunidades que a ti, la gran diferencia es que tú supiste aprovecharlas porque yo nunca fui amante de los libros”.
La última vez que vi a mi padre fue el día en que comenzaría mi ruta hacia el Norte, parte por tierra y parte en avión rumbo a los Estados Unidos; por espacio de varios minutos nos abrazamos y lloramos al grado de como quizás lo hizo Pablo el día de su despedida en Mileto acompañado de los ancianos de la iglesia de Efeso.
Hasta el día de hoy siento sus lágrimas penetrar por los poros de mi mejilla, veo el dolor de su corazón reflejado en sus ojos claros mientras nuestras miradas se iban perdiendo en la distancia y gritaban un último adiós.
Su amor y su relación hacia mi persona permaneció inmutable; y me lo continuó demostrando en cada una de sus cartas y en las oportunidades que podíamos hablar por teléfono.
En el año 1982, fue sometido a una operación del corazón la cual no fue exitosa; entraba y salía del hospital constantemente, pero no pasaba un día en que a alguna de las enfermeras (posiblemente a la más linda) le hablaba del “hijo en los Estados Unidos”.
A mediados de Junio del mismo año, una semana después de mi cumpleaños número 27; enseñando una serie de conferencias en un colegio de la ciudad de Walla Walla, Washington, me informaban del fallecimiento de mi padre.
Después de manejar desde Walla Walla a Yakima en donde residía, volar en avioneta hasta Seattle y desde allí a Los Angeles; y de esperar por horas un vuelo que saldría con dirección a Buenos Aires con escalas en México y Lima; y ya estando en Buenos Aires tener que ser trasladado de aeropuerto y esperar nuevamente un vuelo que me llevaría a mi destino final la ciudad de Montevideo, transcurrieron dos días enteros.
Así que cuando llegué a casa de mis padres el cuerpo de papá ya había sido puesto en un panteón comprado por las familias Perelli-Fillippi, como el lugar de descanso para los restos de aquellos hombres y mujeres que emigraron al Uruguay originalmente desde Italia y Francia después de la Primera y Segunda Guerra Mundial.
Lamentablemente, y a pesar de todo el amor que hasta el día de hoy preservo por la memoria de mi papá; no tengo la seguridad de que está en la presencia de Dios y yo nunca he sido del “club” de aquellos que creen que todo el mundo se va al cielo sin aceptar a Jesús como Salvador personal.
Mi papá conoció el Evangelio, en oportunidades me acompañaba a la iglesia cuando yo llegaba de vacaciones desde Argentina y me escuchó enseñar la Palabra de Dios; pero cuando lo exhortaba a aceptar a Jesús como su Rey y Señor me respondía: “Sergio…yo sé en dónde me aprieta el zapato”.
En algún rinconcito de mi corazón abrigo la esperanza de que cuando en el final de sus días Dios en realidad le “apretó el zapato”; papá le permitió a su Padre Celestial “trasplantarle un nuevo corazón”.
Una cosa más…en un par de ocasiones papá me compartió que tenía serios planes de divorciarse de mi madre pero no lo hizo, porque yo le respondía: “Papá, si tú te divorcias de mi madre…yo te voy a divorciar a ti…además ni tú ni yo queremos que mamá termine su vida debajo de las ruedas de un tren”; recordándole que siempre que ellos discutían ella le gritaba: “¡Ya estoy cansada…me voy a tirar en las vías de un tren!” (Continuará)